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El arca de Noé del Siglo XXI

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Si viajas muy al norte, cuando apenas faltan mil kilómetros para llegar al Polo Norte, se encontrarán con Svalbard, un lugar tan aislado que parece de otro mundo. Pero allí vive gente. Y también hay otra cosa. La ya llamada Bóveda del fin del mundo.

Un silo que se construyó a 130 metros de profundidad en una montaña de piedra arenisca en la isla de Spitsbergen, cerca de Longyearbyen, a 1.000 kilómetros de Noruega y a otros 1.000 del Polo Norte. Las obras se iniciaron en marzo de 2007 y el silo se inauguró oficialmente el 26 de febrero de 2008.

La Bóveda Global de Semillas sería al mundo de la agricultura lo que el arca de Noé fue al mundo de los animales, pues se ha constituido como el almacén de semillas más grande del mundo, diseñado para proteger la biodiversidad de las especies de cultivos que nos sirven como alimento. Al menos así es como lo ha denominado el ministro de agricultura de Noruega, Terje Riis-Johansen: “un arca de Noé en Svalbard”.

Desde su inauguración, ya guarda en su interior 100 millones de semillas procedentes de un centenar de países. Pero los tres almacenes en los que está dividido el silo tienen la capacidad de atesorar hasta 2.000 millones de semillas. En caso de cataclismo medioambiental o de extinción, estas semillas garantizarán la recuperación de los cultivos de las especies de las que depende la alimentación de la humanidad. No es algo tan remoto: el 90 % de los alimentos que consumimos en la actualidad provienen de sólo 150 plantas distintas, frente a las más de 7.000 que procedían en el siglo pasado; hemos perdido tres cuartas partes de las variedades vegetales silvestres, fundamentalmente por la expansión de las más rentables desde un punto de vista comercial. Por ejemplo, en 1949 los granjeros chinos cultivaban cerca de 10.000 variedades de trigo. Sólo 20 años después, el cultivo se ha había reducido a menos de 1.000. En México sólo existen en la actualidad el 20 % de las variedades de maíz registradas en 1920. El 95 % de las 8.000 variedades de manzanos cultivadas en Estados Unidos a principios del siglo XX ha desaparecido.

Para la conservación de este preciado tesoro, por lo tanto, se han tomado unas medidas de protección, vigilancia y almacenaje que recuerdan bastante a las de un banco suizo. En primer lugar se ha estudiado su particular enclave. Por su disposición geográfica y geológica, en caso de que ocurriera un fallo eléctrico en los sistemas de refrigeración que mantienen las muestras a 18 grados bajo cero, no habría problema. El permafrost son las capas de hielo permanentemente congelados, un perfecto refrigerante natural que rodea la estructura y que continuaría manteniendo las muestras a menos 6 grados centígrados. La bóveda también es impermeable a la actividad volcánica, los terremotos, los tsunamis, la radiación, las consecuencias del cambio climático o las invasiones víricas.

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Para acceder al depósito es necesario llegar en helicóptero: descartadas quedan las motos de nieve. Así que, tras aterrizar en el helipuerto, deberéis franquear la entrada que emerge de la montaña como la futurista entrada a un búnker; por supuesto, la cerradura está totalmente congelada. Una estrecha estructura de cemento y metal con un panel pensado para aprovechar la iluminación tan especial del sol de medianoche de esta zona del mundo. La bóveda está deshabitada, porque el control se hace a distancia y sólo acude personal de mantenimiento una vez al año. Todas las puertas, además, están hechas a pruebas de explosiones. Después nos esperan 125 metros de un corredor forrado de hormigón hasta llegar a las cámaras de almacenaje, que están aisladas tras una cámara de aire. Aquí es cuando la comparación con un banco suizo se hace más evidente, porque todas las muestras se almacenan en cajas de aluminio y polietileno cerradas herméticamente, alineadas en estanterías metálicas en los tres almacenes de casi 400 metros cuadrados, lo que garantiza una baja actividad metabólica y un perfecto estado de conservación durante siglos.

Los diamantes más caros de este particular banco de alimentos lo constituyen las semillas de plátanos, habas, garbanzos, guisantes, lentejas, maíz, patatas, arroz, sorgo, trigo y mandioca, que son las semillas con prioridad Alfa. El arroz, por ejemplo, supone el 50 % de la dieta de países como Laos y Camboya, y el 32 % de la dieta asiática. La mandioca es la base de la alimentación tropical y el maíz, de la norteamericana. No en vano, la FAO (la organización de la ONU para la Agricultura y la Alimentación) es la principal patrocinadora de la bóveda.

Algunas de estas semillas congeladas y desecadas, como los guisantes, sólo podrán conservarse entre 20 y 30 años; otras, como el girasol y el maíz, podrán permanecer intactas en este museo aislado profilácticamente durante siglos: 2.000 años la cebada, 1.700 años el trigo, hasta 20.000 años el sorgo. Tiempo más que suficiente para que las generaciones futuras puedan, por ejemplo, reconstruir un mundo devastado por un cataclismo global.

Cualquier país puede enviar sus muestras de semillas, que se conservarán gratuitamente en la bóveda sin que por ello pierdan su propiedad sobre ellas. Cuando una de sus variedades desaparezca de su medio natural, bastará con que el país emisor vuelva a reclamar las copias de repuesto. Por ejemplo, Filipinas ha surtido a la bóveda con más de 70.000 variedades de arroz. De México provienen 47.000 variedades de trigo y más de 10.000 de maíz. De Colombia, 30.000 variedades de judías y similares. De Perú, casi 6.000 variedades de patata. Por el momento, España no ha enviado ninguna partida de semillas a la bóveda, pero ya se han establecido los primeros contactos con el Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria (INIA) para que empiecen las primeras colaboraciones con este reservorio de biodiversidad vegetal.

“Nuestro objetivo es conservar aquí una copia de seguridad de las semillas de todo el planeta”, cuenta el genetista noruego Ola Westengen, el coordinador de este proyecto cuyo coste asciende a 3,8 millones de euros. “Creo que hemos logrado un buen comienzo, aunque todavía tardaremos muchos años en llenar la bóveda”. Cuando esto suceda, entonces se convertirá indiscutiblemente en el mayor banco de semillas de todo el mundo, y también en el mejor dotado.

La mayoría de los demás bancos de semillas diseminados por otros países, sobre todo los que están en vías de desarrollo, se encuentran permanentemente amenazados por toda clase de imponderables: conflictos bélicos, escasez de recursos en la gestión, riesgos de desastres naturales, escasez de agua y otros. No es el caso del silo noruego, que bien podría llamarse sin ningún pudor el arca de Noé del siglo XXI, un siglo cada vez más amenazado por el cambio climático y la extinción masiva de las especies vegetales. “Será el mejor congelador del mundo”, resume el alma máter del proyecto, Cary Fowler, director de la Fundación para la Diversidad de los Cultivos Globales, entidad sin ánimo de lucro dedicada a la conservación del patrimonio genético mundial que asume los costes de funcionamiento del silo (no así su construcción, de la que ha sido responsable el Gobierno de Noruega).

No hay que olvidar que la mayoría de calorías que ingiere la población mundial proceden de sólo 30 cultivos, así que quizá dentro de poco sea este búnker de ciencia ficción escondido en las gélidas entrañas de una montaña polar la única salvaguarda para el futuro de la humanidad. Sin tener en cuenta los beneficios que la diversidad de plantas puede reportar a nivel medicinal en el ser humano, como indica el divulgador científico Eduardo Punset en su libro Por qué somos cómo somos:

Sólo en China existen más de 30.000 especies de plantas. Estamos hablando de otra de las grandes maravillas de este planeta: las plantas medicinales, algo más antiguo que el hombre. Una de las razones por las que merece la pena conservar la diversidad, por lo que cada vez que se quema un área de la Amazonia (y han ardido zonas con extensiones comparables a Bélgica) debemos ser conscientes de que hemos perdido miles de plantas cuyos principios activos no conoceremos nunca. Y esto es algo irreparable. ¿Quién se preocupa de que esto no suceda? ¿Lo hacen las grandes empresas farmacéuticas? Jorge Wagensberg ha investigado en Amazonia y ha constatado que «algunas tribus llevaban unos 7.000 años investigando con plantas empleando el método ensayo-error. Los indios de la Amazonia son grandes investigadores, van por la selva y cuando ven una planta que no conocen —lo que ocurre a menudo porque la diversidad es muy grande— la mordisquean y empiezan a investigar para qué puede servir. Recuerdo que tenían analgésicos, incluso plantas que nosotros llamaríamos drogas. Algunas muy divertidas, como, por ejemplo, para dormir, el equivalente a una pastilla para dormir. Otras, para una vez te has dormido, soñar, incluso para tener dulces sueños. Y también para despertarse, para facilitar el diálogo y contarse los sueños».

Con todo, quizá los intereses de los responsables de estos bancos de semillas no sean tan altruistas como parecen.

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